Por Andreína Romero para Arenga Digital – 29 de septiembre de 2020.
VANCOUVER, Canadá – Sentada en mi oficina en el downtown de esta ciudad, con una hoja Excel abierta en frente de mi, sueño despierta: «Bizcochuelo esponjoso. Tres capas. Crema de mantequilla con agua de rosas. Torta mojada en un sirope de limón. Pétalos de rosas tiernos para decorar. Un poco de polvo dorado espolvoreado encima de la torta para terminar».
Por unos minutos escapo a la realidad de mi trabajo de investigadora y entro en una fantasía repostera, uno de mis mundos internos secretos. Ese mundo, ese compartimento de mi personalidad, es tan parte de mi como mi nombre, como mi color de pelo, como el sonido de mi voz. «Cogito ergo sum», escribió Descartes, «pienso, luego existo». Yo «horneo, luego existo». La repostería es sinónimo de mi nombre y mi nombre es sinónimo de la repostería. Somos una.
Un amor de adolescente
Todo empezó a los 12 años, cuando desarrollé una curiosidad por las galletas y las tortas. Sin embargo, el comienzo de esta relación está un poco manchado de vergüenza y dolor. A esa edad o sólo un poco después, me vuelvo anoréxica. Como muchas niñas en las garras de esa enfermedad, la cocina se vuelve un lugar de expresión de nuestra hambre. Preparamos todo lo que nos quisiéramos comer. Para mi, son los postres que veo en las revistas en mi casa: Vanidades, ¡Hola!, pero sobre todo BuenHogar. Los postres en estas revistas no son venezolanos. Son españoles o de influencia europea o norteamericana.
En el calor espeso y eterno de Maracaibo, Venezuela, donde nací y crecí hasta los 19 años, paso las horas contemplando postres de ensueño que por más que trate, no podré preparar en Venezuela: tortas cubiertas de fresas, fruta de lugares fríos y extremadamente cara en nuestros supermercados locales; tortas rellenas con cremas de mantequilla, un concepto desconocido en nuestra tierra—nuestra cobertura de predilección y tradición es el «nevado», merengue hecho de claras de huevo montadas con almíbar.

Igual, del sueño doy algunos pasos a la realidad y empiezo a hacer galletas cortadas con un cortador, otra rareza en nuestro país. Nuestras galletas tradicionales son las polvorosas o mantecadas, hechas de manteca vegetal. O las galletas de mantequilla importadas de Holanda, o las galletas profesionales de las panaderías y pastelerías de la ciudad, casi todas fundadas por inmigrantes portugueses, españoles, o italianos. Todavía recuerdo claramente las fotos de la revista donde vi por primera vez una masa lisa y plana, perfectamente estirada en la mesa, lista para cortar con un cortador. Recuerdo anhelar hacer esa masa y poner las galletas cortadas, su forma intacta, en la bandeja para hornear.
No recuerdo bien cuando empecé a experimentar. Pero si recuerdo la tarde que cambió mi vida. Fue la tarde que mi mamá fue a una fiesta donde sirvieron unas galletas cortadas con cortador. Tenían maní incrustado en la galleta misma. Las galletas estaban tan deliciosas que mi mamá le pidió la receta a la señora que las había hecho. Con una grandísima amabilidad, la señora compartió la receta.
La primera vez que las hice sentí una gran emoción. Sin embargo, el comportamiento de la masa no era el que me esperaba: era elástica cuando yo me la esperaba firme para que así mantuvieran su forma las galletas una vez cortadas. No me importo. La receta era excelente y las galletas fueron un éxito.
Igual, poco a poco empecé a modificar la receta. Cada vez que preparaba la masa hacia un cambio: menos huevo, más harina, refrigeraba la masa para que no se agrietara por la grasa derretida en el calor de la cocina. Así continué por unos meses hasta que logré hacer la masa que yo deseaba: una masa lisa, con forma estable tanto cruda como horneada. Y allí nacieron mis galletas, las mismas que sigo haciendo hoy en día, más de 30 años después, las mismas que mis hermanas me piden les prepare cuando las visito en sus casas en California y en Pfronten, en Alemania. Las únicas galletas que mi hermano, a quien no le gusta el dulce, acepta comer.
Por los próximos cinco años hice cientos, miles de estas galletas. Las empecé a vender en el colegio en paquetes de seis. Los envoltorios eran delicadas bolsitas hechas de papel seda de todos los colores. Durante el mundial de fútbol, escogía los colores de los países que jugaban ese día: celeste y blanco cuando jugaba Argentina; amarillo, verde y rojo cuando jugaba Camerún. En navidad eran rojo y verde. Con el dinero que hice de las galletas me compré mi primer disco que escogí yo sin influencia externa: The Dark Side of the Moon de Pink Floyd. Tenía 14 años.
Del sustento alimenticio al símbolo social
En 2018, una arqueóloga excavando en Jordania consiguió unas migas quemadas. Los análisis de las migas revelaron que eran restos de pan que databan de 14,000 años atrás. Hasta ese entonces, los arqueólogos situaban el nacimiento del pan en la era neolítica, unos 4,000 años más tarde (hace mas o menos 10,000 años). El significado de este descubrimiento es que indica que nuestros ancestros no empezaron a hacer pan después de establecer la agricultura, si no que fue al revés: la agricultura se establece para poder tener acceso más fácil a los cereales que permitirían hacer el pan.
La transformación del pan epipaleolítico en la panadería y pastelería moderna es la historia de la imaginación humana. A través de su evolución, el pan pasa de ser sustento del cuerpo a ser sustento del alma y de la necesidad intrínseca de belleza en el ser humano. Los egipcios ya utilizaban levaduras 2,600 años antes de la era común y en la antigua Grecia y Roma la miel, los frutos secos, el aceite de oliva, la mantequilla, y los huevos se van añadiendo a los panes y pasteles. Las primeras tortas eran en realidad panes enriquecidos con esos ingredientes. Mucho más que un alimento de diario, la función de estos panes o tortas ya es para ese entonces especial, ya que se sirve durante días religiosos, celebraciones especiales, e incluso para acompañar a los seres queridos en el más allá.
La evolución de la repostería alcanza su pináculo en el siglo 18 y continua a lo largo del 19 gracias a avances tecnológicos que permiten refinar cada vez más la harina y el desarrollo de hornos domésticos que podían usarse en cada casa. La explosión en la producción de azúcar, perversamente sólo posible por la labor forzada de millones y millones de esclavos traídos de África a el nuevo mundo, ayuda también a la repostería a llegar a ese punto de inflexión en su historia. Es en este momento que la idea de lujo y ostentación se asocian más y más a las tortas y postres: poder comprar azúcar y elaborar y comer tortas en diferentes ocasiones sociales son un símbolo de estatus social y económico.
Capturar lo incapturable
Hoy en día, los ingredientes básicos de la repostería–mantequilla, azúcar, huevos, harina, y leche–una vez de productos de lujo, son mucho más humildes, quizás incluso los más humildes en la cocina moderna. Para mi, la repostería es la piedra filosofal que permite transformar estos simples pero nobles ingredientes en oro. También representa múltiples niveles de placer. El placer de la creación, que involucra imaginarse sabores y combinaciones de aromas y texturas; el placer del trabajo manual, sobre todo cuando los desafíos técnicos han sido conquistados; el placer de su gran flexibilidad visual, algo más difícil de lograr con alimentos salados.
Quizás porque desde el principio yo hacía las recetas no para comérmelas si no para compartir–no porque no quisiera, sino como resultado de la anorexia–mi repostería siempre fue receptáculo de una fantasía. Hoy, curada ya de mis trastornos alimenticios, lo sigue siendo. Yo no busco la dulzura del azúcar, busco el sabor milenario de la miel y las especias, el aroma de la vainilla pura–actualmente casi tan valiosa como el oro, y la densidad de las nueces y las almendras. Busco los sabores tropicales de mi infancia, los cascos de guayaba y el almíbar que moja delicadamente el bizcochuelo donde reposan, el golpe de frescura de la cáscara de limón en una galleta sobria y elegante, el aroma floral de la parchita escondido sensualmente en una crema de mantequilla.
Nací en Maracaibo, pero mi repostería está hecha de mi deseo de capturar todo lo que me mueve estéticamente: en mi mente, capturo la esencia de mis frutas y flores favoritas y las transformo en alimento que mi paladar añade a mi diccionario personal de sabores. En mi mente, transformo mis obsesiones históricas–la vestimenta del siglo 18, los grandes maestros de la pintura holandesa del siglo 16 y 17, el medioevo–en paletas de colores que quisiera aplicar a mis tortas. En mi mente, viajo por el mundo y pruebo algo tan exquisito que me hace salir las lagrimas–casi siempre es un postre ancestral y delicado que me hace palpitar el corazón y entender un poco más lo que significa ser humano.
La repostería es un lugar de aspiraciones donde las fantasías más extremas se pueden realizar. Las tortas, galletas, y postres no son platos esenciales para nuestra subsistencia física en la tierra. Pero como todo arte, la repostería es intrínseca a la naturaleza humana. La repostería permite ejercer nuestra infinita imaginación, transformar el mundo que nos rodea en dulzura y belleza. Pero para mí la repostería, arte democratizado y domesticado a través de los siglos, es ante todo un símbolo de amor del repostero a sus seres queridos, a sus amigos, y a su comunidad.
Usted puede escuchar y suscribirse en este enlace al podcast de Andreína Romero, «Girls talk about music».
1 comentario en “La repostería: soñar es hornear, hornear es soñar”
Excelente articulo Prima, la reposteria es un arte que llevamos en el corazon y lo transformamos con nuestras manos y creatividad, cada Torta y postre esta lleno de experimentos y expresion directa de nuestro corazon